Me encuentro en la ducha, dejo el agua correr sobre mí, mientras limpia mi cuerpo espero inutilmente que también se limpie mi mente. Siento la necesidad de llorar, pero nada, ni una triste lagrima resbala por mis mejillas. Y eso es lo que más me angustia, que toda la intensidad que siento que me desborda se va quedando ahí dentro, ahogándome, doliéndome, volviendo a paralizarme.
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De pronto y sin saber muy bien cómo veo un abismo inmenso frente a mí, un abismo que me invita a saltar. La invitación se vuelve cada vez más potente, más convincente y empieza a parecerme atractiva la idea de lanzarme al abismo, de golpearme contra el suelo que veo allá a lo lejos, bajo mis pies. Mi mente da vueltas sin cesar y llego a la conclusión de que el impacto contra el suelo dolerá pero tal vez menos que mantenerme constantemente al borde haciendo equilibrios para no caer, sin divisar ningún camino optativo y sin posibilidad de retroceso. Y salto, me estrello contra el duro suelo y cuando al fin consigo abrir los ojos estoy inmovil, cada músculo de mi cuerpo está paralizado y me noto pesada, muy pesada... Y de pronto caigo en la cuenta de que el peso que más me está costando de soportar no es el de mi cuerpo si no el de mi propia vida.
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Acto seguido me desperté con el corazón acelerado y completamente empapada en sudor. Pensé que ya había pasado y que tan solo había sido un sueño. Aún no sabía que ese mal sueño era el que precedía a una larga lista que se ha ido sucedido a lo largo de este mes. La ambivalencia constante a la que me veo sometida por la lucha que mantengo contra mi misma y contra mis pensamientos desata toda su furia en la oscuridad de la noche y me golpea con fuerza en forma de pesadillas.